Desde pequeña buscaba compañía en toda forma de vida: tuve renacuajos de ranas, ratoncitos bebés, ratas, loros, hasta una pequeña ternera. Mi padre aceptaba con paciencia aquel desfile de criaturas, pero mi madre y uno de mis hermanos no compartían mi entusiasmo.
Un día encontré en la calle a una perrita negra. Estaba sola, desamparada, y yo la sentí mía desde el primer momento. La llamé Laika. Creció conmigo, fuerte, alegre, aunque un poco bruta para lo que algunos toleraban. Yo veía en sus ojos sólo nobleza, pero no todos la aceptaban.
Un día, sin consultarme, decidieron llevarla a un establecimiento agrícola. Me dijeron que allí tendría libertad, espacio y una vida mejor. Pero en mi corazón quedó el vacío de no volver a verla correr hacia mí, con esa alegría desbordante que sólo ella sabía darme.
Han pasado los años, y todavía me duele. No sé cómo fue su destino, si vivió feliz o si alguna vez me buscó. Lo que sé es que la recuerdo como ese ser que, con su sola presencia, iluminaba mis días.
Laika, perdóname. Si hubiera dependido sólo de mí, nunca te hubiera dejado partir. Ojalá hayas sentido mi amor a la distancia, y ojalá la vida te haya regalado libertad y paz.
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